¿Cómo matar a un no muerto? Lo sé, parece una pregunta estúpida, y quizás lo sea. Jamás me agradaron los dueños de verdades y no pretendo transformarme en uno. Al fin de cuentas, ¿qué es la verdad? ¿No es acaso solo una ilusión pasajera que cambia de traje con el tiempo? A riesgo de ser redundante, no quiero tener la verdad sobre la verdad propiamente dicha.
Perdón por irme por las ramas, es algo que me suele pasar y les pido que, con vuestra habilidad lectora, me adviertan si esto ocurre nuevamente.
¿Qué es entonces un no muerto? ¿Un ser vivo a secas? Sí. Y no. Lo es, pero no cualquier ser vivo. ¿Cómo matar a alguien que vive dentro nuestro pero ya no forma parte de nuestras vidas? ¿Cómo hacerlo sin sentir que nuestras vísceras se desgarran por dentro hasta quedar sin aire y sin tener que recurrir a quedarnos en un rincón del dormitorio en posición fetal, cuestionando nuestra maldita y absurda existencia?
El tratamiento dependerá de las razones por las cuales el otro ser vivo ya no forma parte de nuestro día a día. Pueden haber sido causas naturales, aunque, ¿qué carajo tiene de natural la muerte? ¿No es acaso un evento absolutamente cruel y antinatural? ¿A qué ser demoníaco se le ocurrió que la vida debe terminar? Justo cuando uno empieza a aprender las lecciones de la vida, la muerte aparece decidida a dejarnos a mitad de camino.
Otra vez estoy alejándome del propósito de estas palabras, pero no me hago cargo; les pedí encarecidamente que me hagan saber cuando empiece a desviarme.
Yo no puedo asegurar cuándo mi vida empezó a desviarse. Honestamente, no podría descifrarlo. Es como tratar de desenredar esas luces de Navidad que uno encuentra en la parte superior de un ropero después de casi un año. A uno le gana la desazón con solo mirar hacia atrás; la boca queda seca y el paladar se siente invadido por un sabor a cenizas.
Perdón, no hice más que notar que me fui del tema y volví a hacerlo. Prometo que haré mi mejor intento para ir al punto. No quiero retenerlos.
Todo conduce a la fatal revelación de que estamos inmersos en un enorme fraude. Una gran obra de teatro, donde a veces somos los no muertos que abandonan y otras, somos los no vivos que intentan seguir adelante. El manual no existe. Al final del camino hay un gran sálvese quien pueda, del modo que sea. En medio de un estadio y otro, vivimos en la ilusión de un aprendizaje trunco. Sentimos tan cerca la revelación de la vida, que la perseguimos, podemos olfatearla, saborearla, incluso casi podemos asegurar que la tocamos. Pero del otro lado del ovillo hay un titiritero maligno, que se divierte sacudiendo nuestros cimientos una y otra vez.
Quizás lo mejor sea aceptar que no hay gurú que nos saque de esta telaraña, que Dostoievsky se confundió al creer que el amor con amor debe pagarse, y que tarde o temprano, hasta el no muerto más pintado acaba por sentirse un no vivo derrotado.
BENDITO ERES
Historias tragicómicas de un papá luchón.
miércoles, 11 de noviembre de 2020
Manual para matar.
sábado, 11 de julio de 2020
El pelotudo
Florencia
sintió que una fuerza interior la dominaba y necesitó imperiosamente que
Augusto preste atención, no solo a las palabras que tenía atragantadas, sino
también a sus gestos y miradas. Es por eso que estacionó su auto
repentinamente. Se ubicó en una sola maniobra entre dos vehículos, en un gesto
técnico envidiable que nunca antes se le vio. Era como si el espíritu de Fangio
la hubiese poseído. Un Fangio muy enojado.
Ella
miró fijamente a Augusto, tomó el dedo pulgar de su mano derecha con tres dedos
de su mano izquierda, lo sacudió violentamente y sin pestañear, empezó a
cantarle unas cuantas verdades a su amado (no tan amado en ese momento)
-Hace
tres meses te dije que iba a reservar el sofá. Me dijiste que me quede
tranquila, que te ocupabas vos. Bien, te cuento que no me quedé tranquila,
porque te conozco, pero así y todo me dije, Florencia, no podés con todo y no
podés estar supervisando todo. Dejá que Augusto se ocupe, es una sola cosa,
nada más. Pero qué pasa, pasa que yo tenía razón, no reservaste nada, ahora el
sofá está vendido y hay que esperar seis meses para que llegue un modelo igual.
¡Seis meses Augusto! ¡En un mes tenemos que casarnos! –esto último lo dijo
adelantando su torso hacia Augusto y los ojos de Florencia parecían querer
salir de sus órbitas.
Augusto
tragó saliva. A Florencia empezó a palpitarle el ojo derecho. Soltó su pulgar,
solo para sacudir su dedo índice con tanta o más violencia que al dedo
precedente.
-No
conforme con eso, cuando todo el mundo nos decía, chicos, compren dólares,
chicos, este país se va a la mierda, chicos, protejan sus ahorros, no, ¿qué
hizo el señor? Vendió la mitad de sus dólares. ¿Y cómo quedamos? Con el culo
para el norte y ahora la estamos remando en dulce de leche para recuperar todo
lo que perdiste.
Augusto
transpiraba un sudor frío. Sentía que estaba frente a un tribunal impiadoso y
que su destino irremediable era el cadalso. Florencia liberó a su dedo índice
para tomar con igual virulencia a su dedo mayor.
-Esas
dos cosas ya son suficientes pero no, hay más, porque siempre, siempre, sos
capaz de dar más de vos, mi amor. ¿Te acordás de cuando fuimos a cenar con
Carla y Martín, hace exactamente setenta y tres días? ¡Cómo será que me quedó
grabada la fecha, mirá! ¿Te acordás que te dije, antes de que nos encontremos
con ellos que no les preguntés para cuándo el bebé? ¿Y qué fue lo primero que
les preguntaste?
Augusto
estaba sobrepasado por la precisión de cirujano para ubicar en el tiempo y en
el espacio a los hechos del pasado por parte de Florencia, hechos que él ya
había archivado en algún rincón de su memoria, similar a un agujero negro de
los recuerdos. Pudo sentir cómo se resquebrajaban sus labios de secos que
estaban cuando Florencia pasó del dedo mayor al anular. Los ojos de Florencia
estaban ya, inyectados en sangre.
-Te
juro que quisiera detenerme Augusto, pero no puedo, si paro, exploto y creeme
que no me conocés estallando aún. ¿Vos te olvidaste ya de cuando invité a cenar
a mi hermana y te dije que ella era alérgica a las nueces, que tengas cuidado
al cocinar y que a vos te entró por una oreja y te salió por la otra? ¿Y que
terminó internada todo un fin de semana largo, el fin de semana largo que iba a
darse una escapada con su chongo y quedó con los pasajes pagados?
En
ese momento Augusto se sentía pequeño. Tan pequeño como el dedo pequeño que
ahora Florencia movía de un lado al otro.
-Y
lo que nunca voy a olvidarme es de cuando conociste a mi papá. Te dijo que era
hincha de Boca y lo primero que hiciste es empezar a cantarle “cómo te duele la
cola desde el nueve de diciembre” como si fueras un borracho del tablón,
Augusto, ¿en qué cabeza cabe?
Augusto
se sentía al borde de un colapso y solo necesitaba un remate para terminar de
desfallecer.
-Augusto,
sos un pelotudo.
Efectivamente
Augusto se sentía en ese instante el rey de los pelotudos. Un título nobiliario
para nada deseado que parecía perseguirlo desde que tenía uso de razón.
-
¡Qué cara de pelotudo! – escuchó que le dijeron en varias ocasiones a lo largo
de su vida.
En
más de una oportunidad se quedó viéndose a si mismo en algún espejo, chequeando
cuáles eran concretamente los rasgos de un pelotudo y no llegaba nunca a
determinar con precisión los motivos por los cuales ese estigma lo perseguía
vaya donde vaya y esté con quien esté.
-Perdón
–con un hilo de voz, es todo lo que le salió.
Florencia
lo miró con una mezcla de pena y resignación. Pestañeó por primera vez desde
que había estacionado. Luego cerró sus ojos y empezó a deshojarse llorando,
derramando lágrimas como solo puede hacerlo quien se sabe condenada a estar
profundamente enamorada de un pelotudo.
Fue él
A Claudia siempre le
agradaron sus cabellos, ya sea que estén largos o cortos. Su pelo suave, fino,
con leves ondas, cada vez que caminaba hacía sentir a quienes la miraban como
si estuviesen dentro de una publicidad de shampoo. El movimiento de sus caderas
ayudaba y mucho a lograr esa percepción.
Cada vez que iba a
la peluquería, la misma de toda su vida, tenía mucha seguridad sobre qué es lo
que quería. Todo le quedaba bien. Su rostro fino, su mirada intensa,
complementaban un bello cuadro para cualquiera que se la cruce.
Podría decirse sin
lugar a dudas, que las únicas decisiones acertadas que Claudia Telerman tomó en
su vida, fueron las relacionadas con sus cabellos.
Ella siempre tuvo un
sexto sentido que le advertía sobre lo equivocado de sus decisiones, pero
sistemáticamente ignoraba esa señales internas con la falsa esperanza de
simplemente demostrarle a su yo interior que no podía tener la razón toda la
vida.
Esa alarma personal
le suplicó no quedarse a trabajar después de hora, pero era imposible detener
el ímpetu de Claudia por demostrar que era una empleada ejemplar, la más
domesticada entre todos los del edificio de Amberes y Compañía, la gigantesca
firma de arquitectura, dentro de la cual ella aspiraba a ser la próxima gerente
de proyectos industriales.
Es por eso que pensó
que sería bueno para sus pretensiones quedarse un par de horas hasta terminar
la exposición que debía realizar una semana después.
Una semana de
anticipación. Ese era el sello personal de Claudia Telerman. La planificación
extrema, hasta el más mínimo detalle.
A esta altura de la
noche, la luz de su cubo era la única señal de vida en el séptimo piso. Cuando
finalmente quedó satisfecha con el producto final, sonrió, apagó su computadora
no sin antes enviarse a si misma el archivo para repasarlo en su departamento.
Le escribió un
mensaje a Mauricio, su novio desde hace seis años, para que pase a buscarla por
la esquina de Arrecifes y Cambaceres, ya que de ese modo evitaba dar tanta
vuelta con el auto y el viaje de regreso a casa sería más directo. No podía ser
menos considerada con Mauricio. Él siempre es tan atento, tan caballero, tan
recto.
Se puso de pie, se
acomodó la falda y su chaqueta. Apagó la luz y alumbrándose con su celular
caminó hasta el pasillo del ascensor. Solo el eco de su taconeo ambientaba el
piso. Bajó sin compañía hasta la PB, donde la despidió Ramón, ese portero que
parecía formar parte del edificio por la antigüedad en su puesto.
-
Otra vez quedándose
hasta tarde señorita Claudia, qué costumbre la suya. Encima con este frío que
hace y lo temprano que oscurece.
Claudia le devolvió
una sonrisa de película.
-
Gracias Ramoncito
querido por preocuparte, pero ya viene Mauricio y me busca una cuadra y media
más alla´, por Arrecifes y Cambaceres.
-
Camine ligero
señorita Claudia, a esta hora no hay nadie en las calles.
-
Si no hay nadie,
entonces no hay de qué preocuparse, ¿no te parece?
Claudia le envió un
beso a la distancia y ni bien cruzó la puerta del edificio sintió como si el
viento frío clavese agujas en sus huesos.
-
Debí haber cargado
otra campera.
Pero ocurre que esa
campera más abrigada no combinaba con la pollera que quería usar ese día.
-
Solo a mi se me
ocurre usar pollera un día tan frío.
Claudia cerró las
solapas de la chaqueta y masculló renegando por sus pésimas decisiones.
Las luces de la
calle Arrecifes estaban apagadas desde hace una semana por un desperfecto
lumínico en la zona que aún no era reparado por el municipio. Ella
personalmente había hecho el reclamo pero la burocracia tiene siempre
demasiados peros.
Sin embargo, ella no
se inquietó por la oscuridad ni por la aparente soledad en la que caminaba.
Estaba inmersa en sus pensamientos, ya diseñando mentalmente cambios al archivo
que se había enviado a si misma minutos antes.
Se detuvo en la
esquina de Arrecifes y Las Piedras para leer un mensaje de Mauricio en el que
le avisaba que iba a llegar quince minutos más tarde. Nuevamente Claudia se
maldijo por no avisarle a su novio con anticipación. No obstante no quiso
preocuparlo y le respondió que no se apure, que todo estaba más que bien.
Apretó un poco más
su chaqueta, se abrazó a si misma y se dispuso a cruzar la calle para transitar
la última cuadra hasta el punto de encuentro con su novio, tratando de no
pensar en el frío.
En ese instante
levantó la vista y lo vio parado en la esquina del frente. Un muchacho alto,
fornido y con un gorro negro. Fumaba. El humo del cigarrillo era casi un
fantasma en esa noche oscura. Es todo lo que Claudia vio ya que si bien sintió
temor, le pareció incómodo hacer contacto visual con alguien que notoriamente
la observaba fijamente. Ella trató de disimular su desconfianza, intentando por
todos los medios no transmitir temor en su forma de caminar. Prácticamente
contenía la respiración. Cuando terminó de cruzar la calle y pasó cerca de ese
muchacho alto, fornido y de gorro negro, él le habló:
-
¿Tenés hora?
Claudia dudó un
segundo, pero sacó su celular y siempre evitando la mirada le respondió.
-
20:15
Ella guardó
rápidamente el celular en un bolsillo de su chaqueta, tosió una vez por el
malestar que le generó el olor a tabaco barato e instintivamente apretó el paso
mientras por el rabillo pudo ver que ese muchacho ya no estaba en la misma
esquina, sino que caminaba lentamente en la misma dirección que ella.
Dudó. Se preguntó si
era conveniente correr pero pensó que no iba a llegar tan lejos con esos tacos
que portaba, que le quedaban pintados pero eran poco prácticos para una fuga.
Una vez más se encontró recriminándose por sus decisiones de vestuario. Se
inclinó por caminar rápido y esto funcionó ya que perdió de vista a ese
muchacho alto, fornido y de gorro negro.
Pasó al lado de una
obra abandonada, esa obra por cuya vereda caminó tantas veces y que jamás le
inspiró temor. Pero esa noche, ese predio despojado de humanidad llenó sus
entrañas de terror.
Finalmente llegó a
la esquina de Arrecifes y Cambaceres, que estaba a tono con esa noche otoñal,
con escaso tránsito, y con ese vientito cuyos embates parecían puñaladas.
Sintió la necesidad de mirar hacia atrás. Había caminado, prácticamente
corrido, los últimos cincuenta metros y quería saber a qué distancia estaba ese
muchacho que tanto le inquietaba. Estuvo a punto de girar su cabeza pero justo
sonó un mensaje en su celular. Alcanzó a tomarlo con su mano derecha y en ese
instante sintió el primer golpe en su parietal derecho, que la derrumbó por
completo por la brutalidad del impacto. Claudia sintió como si un cristal
estallase en decenas de fragmentos. Ese era el sonido de los huesos de su
cráneo fracturándose. Fue el golpe que solo un perfecto hijo de puta podía
propinar. Pero fue solo el primero.
Ese muchacho alto,
fornido y de gorro negro se sentó encima de ella, la sujetó por sus orejas y
estampó su cabeza tres veces en la vereda, para luego asestarle tantas
trompadas como consideró necesarias para que su presa estuviese totalmente
indefensa.
Claudia no tenía ni
un hilo de voz para pedir ayuda. El chacal se incorporó, la tomó de sus
cabellos, esos cabellos suaves, finos, con leves ondas y la arrastró hasta la
obra abandonada. Dentro de ella la violó cuantas veces quiso. Cuando sintió que
su fechoría estaba completa, la empujó a patadas un par de metros y se fue,
esperando a que el frío termine su trabajo.
Claudia resistió y
fue hallada unas cuatro horas después, desnuda, ensangrentada y con hipotermia.
Le costaba mucho respirar. Tenía múltiples fracturas en su cráneo, su tabique
destrozado, sus pómulos destruidos, un tímpano herido, sus ojos comprometidos,
cuatro costillas fisuradas y sus partes íntimas muy lastimadas.
Mauricio acompaño la
lenta recuperación física de su novia. Ella pudo salvar su vista pero perdió la
audición de un oído. Sin embargo esa pérdida fue la menos penosa de todas.
Cuando les dijeron que Claudia no iba a poder quedar embarazada, sintieron que
ese mucho alto, fornido y de gorro negro, les había arrebatado demasiado.
En cuanto al perpetrador,
la noche se lo devoró y nada se supo de él. Estaba ahí afuera, libre, impune,
listo para atacar de nuevo, si es que ya no lo había hecho.
La recuperación
física de Claudia demandó cuatro meses de internación, pero recuperar su mente
y su espíritu, si es que acaso no son la misma cosa, le iba a llevar más
tiempo.
Casi no hay rastros
de la antigua Claudia Telerman. No hay vida en sus ojos, no hay fuego en sus
palabras. Sus manos, que antes buscaban ansiosas las manos de Mauricio, ya no
lo hacían. Todo el daño recibido y la impunidad de su atacante lograron
extinguir los gestos de su personalidad. Escuchar que diga una palabra era todo
un evento.
Los médicos le
decían que debía tener paciencia, pero la paciencia no es la socia ideal para
el odio.
No tenía ganas de
recibir visitas, ni de familiares ni de amigos. Qué iba a decirles. Y tampoco
tenía ganas de que se compadezcan de ella, de lo que le hicieron y de lo que le
quitaron.
Mauricio la lleva
tres veces por semana a rehabilitación y a una visita semanal al psiquiatra.
Los avances, si es que los hay, son muy lentos. Aún le cuesta mucho caminar.
Llora. Estalla de indignación. Algunos días duerme demasiado. Y otros
prácticamente no pega un ojo.
Ella está vacía por
dentro.
Él lleva dentro suyo
de a ratos impotencia y de a ratos un odio mayúsculo.
Era un martes por la
tarde. Les tocaba rehabilitación y luego visita al psiquiatra. Todo se cumplió
de manera puntual. Mauricio la ayudó a subir al auto.
Arrancó el vehículo
bajo una llovizna persistente. Estaba oscuro y bajó la temperatura, como si se
tratase de una broma de mal gusto del destino. Mauricio intentó conversar sobre
nimiedades que distraigan a Claudia pero la llovizna, el frío y el escaso
tránsito la inquieta.
Se detienen en un
semáforo antes de doblar hacia la derecha mientras al lado de ellos se detiene
un muchacho en moto. Un muchacho alto, fornido y de gorro negro.
Claudia
prácticamente no respira. Tan solo atina a tomar la mano de Mauricio y la
aprieta fuerte. Su voz brota como una cascada que estuvo contenida.
- Fue él.
- ¿Cómo decís?
- ¡Fue él!
- ¿Quién?
- ¡El de la moto de al lado, fue él!
- ¿Estás segura Claudia?
- ¡Fue él, te digo que fue él!
La moto arrancó y
giró en el mismo sentido que el auto de Claudia y Mauricio. Él apagó las luces
del auto y lo siguió por cinco cuadras. Cinco cuadras. Las suficientes para que
el conductor de la moto se detuviese a orinar frente a, como si fuese un guiño
de la venganza, una obra abandonada. Detuvieron el auto.
- Quedate callada, ya vuelvo.
Mauricio bajó
tratando de ser lo más silencioso posible y se deslizó agachado, en sumo
silencio pegado al muro de la obra, ansioso por satisfacer sus deseos de
venganza. De repente, lo tuvo a tan solo un metro delante suyo. Finalmente, lo
tenía en sus manos. Tantas veces había soñado con ese instante. Tantas veces
había hecho justicia por mano propia en su mente de tantos modos diferentes y
acá lo tenía, al alcance de su mano mientras su corazón latía velozmente. Mauricio
levantó un pedazo de escombro y antes de que ese muchacho alto, fornido y de
gorro negro advierta su presencia, ya había lanzado el primer golpe, lo
suficientemente potente para derrumbarlo. Una vez en el piso, Mauricio siguió
descargando su furia,, lo insultó a viva voz mientras lloraba sin importarle
que la sangre ajena salpique su vestimenta. Solo cuando vio destrozada la
cabeza de ese muchacho se detuvo. Se arrodilló, Sintió como si estuviese por
desvanecerse. Le dieron náuseas al advertir que había arrebatado una vida con
sus propias manos. Vio los sesos desparramados por el piso, vomitó y cuando
pudo incorporarse, salió tropezándose de la obra abandonada, dejando atrás la
venganza consumada.
Regresó al auto en
shock, se sentó y Claudia le sonrió. Por primera vez después de lo ocurrido,
Mauricio veía algo de brillo en la mirada de su amada. Sintió que ahora, a pesar
de tanto daño, todo debía mejorar. Quizás lo que acababa de hacer, dominado por
sus impulsos, tan terrible hecho, sí valía la pena.
Mauricio arrancó el vehículo
buscando el camino para volver a su departamento. Necesitaba limpiarse y no
solo de la sangre ajena.
Un semáforo los
obligó a detenerse unas cuadras más adelante.
En ese momento, un
muchacho solitario que estaba sentado en la platabanda se puso de pie y avanzó
hacia los vehículos pidiendo limosna.
El muchacho se
acercó al auto de Claudia y Mauricio. Era sin lugar a dudas, un muchacho alto,
fornido y de gorro negro. Al verlo, Claudia se congeló, tomó con fuerza la mano
de Mauricio y solo atinó a decir:
- Fue él.
El viajero
-Usted
conoció a tres mujeres en su vida. Y las tres son la misma persona. Una de
ellas fue su novia. La siguiente, cuando su novia se transformó en su esposa. Y
finalmente, la tercera, es su ex esposa.
Admito
que me asusté al verlo. El hombrecito, un anciano, estaba sentado sobre el
inodoro de mi baño. Eran las 6:00 am del jueves 1 de Julio de 2021. Yo iba como
todos los días hábiles, a lavarme la cara y hacer mis necesidades para luego ir
a trabajar, pero ahí estaba él, hablándome mientras limpiaba sus gafas en su
saco. Su aparición me sobresaltó, más a esa hora, ¿Quién espera hallar a un
desconocido en el interior de su casa, hablándole a uno con total parsimonia
como si fuese algo normal? Yo no iba armado al baño. Tampoco tenía armas en mi
departamento. Tan solo llevaba mi celular para entretenerme mientras estaba
sentado haciendo … bueno, lo que hacen todos ustedes cuando van al baño. Y no
iba a arrojarle mi celular a un anciano, ¿qué podía hacerme una persona de
avanzada edad? Además, mi celular era nuevo, no tenía ganas de comprar otro.
-
No se inquiete Carlos, tengo tan solo diez
minutos para hablar con usted. Luego, debo retornar a mi tiempo.
-
¿Cómo sabe mi nombre? ¿De qué tiempo me
habla? ¿Quién es usted? ¿Cómo entró a mi departamento?
El
anciano se incorporó con dificultad. Me dio pena y casi que le ayudo a pararse.
-
Carlos, usted y yo somos la misma persona. Yo
soy su versión de 85 años.
-
Imposible. Usted evidentemente necesita ayuda
y yo no soy la persona indicada. Acompáñeme por favor, vamos a buscar al portero
y él seguramente sabrá a quién llamar. Alguien debe estar muy preocupado por
usted, lo deben estar buscando.
-
Carlos, este es mi tercer y último intento
para hacer bien las cosas. Cada interrupción suya, me quita tiempo para
explicarle a qué vine.
-
Señor, no quiero usar la fuerza para sacarlo
de mi departamento, pero si no me deja opción, tendré que hacerlo.
-
Lo sé, Carlos, la primera vez que vine, hace
cuarenta años, usted me echó a empujones y tuve que explicarle todo desde detrás
de la puerta. Para entonces mi versión del futuro tenía 55 años. Claro, lo
asusté y usted con razón me corrió.
-
Le aseguro que no quiero hacerle daño, solo
necesito que se retire de mi departamento.
-
Inevitablemente dentro de poco menos de nueve
minutos me habré ido frente a sus ojos. Le pido por favor que me escuche en lo
que resta de tiempo. Ocho minutos y medio pueden ser la mejor inversión de
nuestra vida.
-
Mire señor, una vez que se acabe ese tiempo,
usted deberá retirarse sin más excusas, ¿de acuerdo?
-
Así será Carlos, lo quiera yo o no, así será.
No lo tuteo porque cuando uno se hace grande deja de tratar de vos a las
personas. No sé si ocurrirá con todos, pero al menos con nosotros eso pasará.
Pero no quiero irme por las ramas. Como le dije, yo soy usted a los 85 años de
edad. Hoy es el jueves 1 de Julio de 2021 y son las 6:02 a.m. A las 7:15 a.m.
del día de hoy usted enfrentará una situación que lo llevará a tomar una
determinación que perjudicará nuestra vida. No puedo decirle de qué se trata
concretamente debido a que hay reglas para los viajes en el tiempo. Primero le
informo que no cualquiera accede al beneficio de viajar hacia atrás para
intentar corregir el curso de su vida. Hay que tener ciertos contactos y me
costó mucho lograrlos. Segundo, no se pueden hacer todos los viajes que uno
desee. Se tienen tres oportunidades. Esta es la tercera y última. Las dos
anteriores no sirvieron para nada. Indefectiblemente usted volvía a hacer lo
que hice yo, como si el tiempo fuese un monstruo invencible. Luego, entre cada
intento deben pasar al menos quince años. La primera vez fue la que le conté
hace un instante, a nuestros 55 años. La segunda fue a los 70 años y todo
terminó peor que la primera vez, con usted accidentado por el susto de verme.
Se cayó y se golpeó la frente con el lavamanos y se abrió la piel. Corrió mucho
sangre. ¿Ve esta marca sobre mi ceja derecha? Bueno, es un regalo de nuestro
segundo encuentro. Finalmente a nuestros 85 años llegó el tercer y último
intento. Tampoco está permitido aparecer durante el transcurso del evento en
sí, solo se puede hacerlo unos minutos antes. Como le dije antes, no puedo
decirle exactamente de qué se trata ese evento que cambiará nuestras vidas para
mal y para siempre. Es una regla que no puedo ni debo romper aunque me muera de
ganas de gritarle que haga o no haga eso. Y aún si se lo dijera, temo que todo
le sabría a cenizas y no quiero eso. Me queda poco tiempo, Carlos. Le dije que
usted conoció a tres mujeres en su vida. Piense en eso, no lo pase por alto.
Pero le aclaro que ella también conoció a tres hombres en su vida y son todos
la misma persona, nosotros. Ahora a usted le queda poco tiempo hasta la llegada
de ese hecho que definirá, ahora sí, de una vez por todas, de manera
irremediable nuestro destino. Somos tiempo que se marcha. El presente es un
fantasma que cuando intentamos verlo, ya se fue, nadie puede capturarlo.
Quisiera darle un abrazo, pero no está permitido el contacto físico en los
viajes por el tiempo. Lamento no poder hacerlo. Y lamento todo lo que ocurrió,
todo fue mi culpa, nuestra culpa. De haber hecho lo correcto, yo no tendría la
necesidad de estar rogándome a mi mismo que reconsidere algo que no sabe qué
es. Cuando yo no esté, exactamente a las 7:15 a.m., por esa puerta de entrada
ingresará una persona y a partir de entonces todo se desarrollará como siempre.
O como nunca. Ya no está en mis manos. Le deseo la mayor de las suertes. La
vamos a necesitar.
El
anciano terminó de decir eso y se esfumó frente a mis ojos y dejó en el ambiente
un perfume rancio y un ambiente enrarecido. Mi cerebro estaba a punto de
estallar. Todo lo que acababa de ocurrir era impensado. Y no sabía muy bien
cómo procesar tanta información. ¿De verdad esto estaba ocurriendo? ¿No habrá
sido todo una pesadilla producto de comer pesado tan tarde o por esas flores
que fumé? ¿Cómo ese anciano puedo ser yo? ¿Así me veré a los 85 años, tan
arruinado? ¿O será que llegaré de ese modo por lo que debo o no debo hacer a
las 7:15 a.m.? ¿Y qué será eso, de qué se trata todo esto y quién llegará a esa
hora a mi departamento? ¿A hacerme o decirme qué? ¿Y qué carajo debo hacer o
decir?
Hice
el mayor esfuerzo para repasar cada palabra pronunciada por el supuesto viajero
del tiempo pero no lograba reunir una frase coherente. Las imágenes estaban
frescas. Recién ahora pude notar los agujeros producidos por polillas en el
saco que portaba el anciano. Su calzado no era mejor. Habían sido negros y
brillosos alguna vez sin duda, pero ahora estaban grises de tan gastados.
¿Quizás eso era la mejor parábola de mi destino?
Me
senté en el borde de la cama. Me sentía mareado, casi borracho. Mi mente estaba
agitada. Me tiré hacia atrás y todo daba vueltas a mi alrededor. Fui a los
tumbos al baño rogando no encontrar a nadie más y me abracé al inodoro y vomité
la cena. Cuando pude reincorporarme, me di una ducha, me vestí y me senté
nuevamente al borde de la cama. Eran las 7:00 a.m.
Intenté
distraerme leyendo las noticias, pero nada podía arrebatarme la atención. Todo
el foco estaba puesto en ese bendito horario que determinaría mi suerte para el
resto de mi vida. ¿Por qué demonios le creo a ese anciano? ¿No será todo un
truco? Pero, ¿y si no lo fuera? ¿Y si de verdad estoy condenado
irremediablemente? ¿Y si lo que haga o no haga ahora, evita que me convierta en
ese despojo de humanidad? Quiero envejecer, pero en mejores condiciones. Son
las 7:05 a.m. Parece que pasaron tres horas, pero es como si las agujas del
reloj se burlasen de mi. Empecé a reconstruir las palabras del anciano. Las
repasé y sopesé una por una. ¿Qué tendrá que ver mi ex mujer en todo esto? Es
cierto que nuestra relación terminó mal, que ella es ahora una bruja. Digamos
que de repente, cuando nos casamos, sentí que se quitó una máscara y salió un
dragón escupiendo fuego. De dragón a bruja no hay mucha distancia quizás. Y qué
mierda es eso de querer aleccionarme, diciéndome que yo también cambié, si yo
siempre fui el mismo, cómo puede decirme eso. Son las 7:10 a.m. El aire se
siente pesado. Me cuesta respirar. Cierro los ojos y todo es insoportable. Hay
demasiado ruido dentro mio. Los abro. Son las 7:13 a.m. ¿Y si esa persona que
llegará a mi puerta viene a lastimarme? Debería protegerme por las dudas, pero
como les dije antes, no tengo armas. Pero sí tengo un buen cuchillo en la cocina,
quizás lo único que compré a gusto en ese bazar al que siempre iba contra mi
voluntad con mi ex esposa. Me levanté a los tropezones y fui corriendo, abrí el
primer cajón de la bajo mesada y volví a sentarme al borde de la cama con el
cuchillo escondido debajo del pijama. Son las 7:14 a.m. Las cartas están
echadas. Miro al reloj de pared como si estuviésemos hipnotizándonos
mutuamente, en un vano intento por controlar al tiempo mientras el tiempo se burlaba
de mi. Son las 7:15 a.m. Golpean a la puerta. No siento las piernas. Mi corazón
late velozmente, camino como si flotase. De repente, estoy frente a la mirilla. Del
otro lado está Pedro, el portero del edificio. Mi mano derecha está sobre el
picaporte, pero no me decido a abrir. Pedro toca el timbre. Finalmente, abro:
-
Buen día, Don Carlos, lamento molestarlo a
esta hora pero vino la señora y estuvo dele y dele con que era importante que
usted la reciba y como usted ya sabe que el portero eléctrico no funciona, pues
acá estoy. Sepa usted disculparme lo inoportuno que pueda ser
Pedro
hablaba sin pausas, como si no necesitase respirar. Mientras me decía eso
miraba hacia dentro de mi departamento, temeroso de que justo me encuentre con
alguna dama. Detrás de él estaba Luciana, mi ex esposa, quien me miraba
fijamente y yo apenas pude sostener su mirada. Estaba impecable, con un traje
que no había visto antes y le quedaba perfecto. Se puso los tacos más altos que
tenía. Seguramente quería mirarme desde arriba, qué mina altanera.
-
No hay problema Pedrito, ella es bienvenida
–le dije cargado de ironía.
-
La hipocresía no es necesaria Carlos –dijo
ella mientras entraba a mi departamento con un gesto desagradable, tan propio
de ella.
Despedí
a Pedro y cerré la puerta. Eran las 7:18 a.m. Lo que debía suceder, estaba
ocurriendo y todo estaba en mis manos.
-
Qué olor a perfume barato, Carlos, qué carajo
estás usando. Mirate esa pinta, ¿no tenés que ir a trabajar dentro de un rato?
Esperaba encontrarte más presentable. De todos modos lo que vine a decirte es
breve, pero necesito que nos sentemos. Asi que vení, vamos a la mesa por favor.
Luciana
siempre pedía por favor, pero todo era una orden. De todos modos, no quería
discutir, al menos no ya, asi que la seguí hasta la mesa y me senté frente a
ella. Luciana no dejaba de mirarme a los ojos. Había un fuego diferente en su
mirada.
-
Lo sé todo Carlos. Lo sé absolutamente todo.
Y lo sé desde hace mucho tiempo.
-
No entiendo a qué te referís, Luciana, y como
dijiste, en un rato tengo que salir a trabajar y no me cambié aún.
-
Sé que me cagaste con mi hermana. Que se
burlaban de mi en mis narices. Sé cuándo empezó y cómo, no vengo a preguntarte
nada ni a pedirte explicaciones. Quizás ahora entiendas varios porqués. Acá
tenés el porqué te quité todo, hasta la última propiedad, te vacié hasta la
última cuenta bancaria, pero ahora Carlitos, vas a ver lo que es bueno. Ahora
vas a tener que rogar ver a tus hijos. Porque no estoy conforme con lo que te
arranqué, quiero verte arruinado, quiero que des lástima, quiero ver cómo te
hundís en la mierda.
-
Luciana, no sé quién te anduvo con cuentos,
pero te estás extralimitando. Los chicos no tienen porqué quedar en medio de
esto. Las cosas de grandes son cosas de grandes.
-
Yo te quedé grande hijo de puta, yo te quedé
grande –lo dijo mientras le dio un puñetazo a la mesa que casi derriba el
florero que hacía las veces de centro de mesa. Nunca supiste qué hacer con
tanta mujer, por eso fuiste a ocuparte de la zorra de mi hermana. Esa puta
también tendrá su merecido, ya le llegará su turno. Pero ahora vengo a decirte
esto, mirándote a los ojos, basura, a tus hijos, no los vas a ver más en tu
puta vida, perro –descargó su odio en mi y sus ojos estaban a punto de romper
en llanto.
En
ese instante, el cuchillo parecía gritar mi nombre. ¡Cómo se va a meter con mis
hijos! Bueno, quizás sí estuve con su hermana, pero ella me buscó y Luciana
había cambiado, no me prestaba la suficiente atención y yo necesitaba
comprensión, contención. Y Carina supo estar para mi. Yo no busqué esto, una
cosa fue llevando a la otra y acá estamos. Quizás me merezca un castigo, pero
los problemas de pareja son de a dos, ¿verdad? Si yo llegué a eso fue por algo.
Si Luciana no hubiese estado tan distante conmigo, quizás yo no hubiese cedido
a la buscona de Carina.
Par
de perras al final. Las dos son iguales. Ambas me arruinaron la vida y encima
ahora Luciana pretendía quitarme a mis hijos. Está desquiciada. El corazón
parece querer salirme por la boca. Quiero gritar. Quiero llorar. Quiero explotar.
Quiero matarla. Definitivamente quiero matarla. Mi mano derecha busca al
cuchillo que está atrapado en la parte posterior del pantalón del pijama y de
repente, se siente casi como una extensión de mi humanidad, como si ese
cuchillo encontrase finalmente su destino. Quizás ese cuchillo fue fabricado
con ese fin, para librarme de este dragón bruja perra. Luciana sigue gritando.
Hace rato que no la escucho. En mis oídos hay un silbido como el de una pava
hirviendo que se apaga abruptamente cuando incrusto la primer puñalada en su
cuello. Luciana no tuvo tiempo a nada. No sé cuántas veces la herí. Las
suficientes para que deje de gritarme. Las necesarias para condenarme.
…
Soy
Carlos Torres. Tengo 85 años. Fui condenado por homicidio producto de un estado
de emoción violenta a 20 años de prisión. A los 15 años me concedieron la
libertad por buena conducta. Mientras estuve preso, trabé amistad con el
director del penal. Le caí en gracia. Siempre le caí bien a la gente.
Prácticamente me adoptó. Dijo que entendía mis razones. Y él tenía sus
amistades. Se apiadó de mi y me permitió a los
55 años hacer el primer intento de corregir todo. Ese intento no terminó
bien. Logré, siempre bajo su tutela, acceder a una segunda oportunidad a los 70
que penosamente tampoco terminó bien. Finalmente, la tercera y última
oportunidad me encuentra en el mismo lugar, en esta ratonera que me prestan
para vivir. No sé nada de mis hijos desde hace 45 años. Nunca quisieron verme.
Jamás respondieron una sola de las cartas que les envié.
Estoy
sentado al borde de la cama. El aire está pesado. Una carga más pesada que la
de mi conciencia oprime mi pecho. Cierro mis ojos. Cada vez me cuesta más
respirar.
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