miércoles, 11 de noviembre de 2020

Manual para matar.

¿Cómo matar a un no muerto? Lo sé, parece una pregunta estúpida, y quizás lo sea. Jamás me agradaron los dueños de verdades y no pretendo transformarme en uno. Al fin de cuentas, ¿qué es la verdad? ¿No es acaso solo una ilusión pasajera que cambia de traje con el tiempo? A riesgo de ser redundante, no quiero tener la verdad sobre la verdad propiamente dicha.

Perdón por irme por las ramas, es algo que me suele pasar y les pido que, con vuestra habilidad lectora, me adviertan si esto ocurre nuevamente.

¿Qué es entonces un no muerto? ¿Un ser vivo a secas? Sí. Y no. Lo es, pero no cualquier ser vivo. ¿Cómo matar a alguien que vive dentro nuestro pero ya no forma parte de nuestras vidas? ¿Cómo hacerlo sin sentir que nuestras vísceras se desgarran por dentro hasta quedar sin aire y sin tener que recurrir a quedarnos en un rincón del dormitorio en posición fetal, cuestionando nuestra maldita y absurda existencia?

El tratamiento dependerá de las razones por las cuales el otro ser vivo ya no forma parte de nuestro día a día. Pueden haber sido causas naturales, aunque, ¿qué carajo tiene de natural la muerte? ¿No es acaso un evento absolutamente cruel y antinatural? ¿A qué ser demoníaco se le ocurrió que la vida debe terminar? Justo cuando uno empieza a aprender las lecciones de la vida, la muerte aparece decidida a dejarnos a mitad de camino.

Otra vez estoy alejándome del propósito de estas palabras, pero no me hago cargo; les pedí encarecidamente que me hagan saber cuando empiece a desviarme.

Yo no puedo asegurar cuándo mi vida empezó a desviarse. Honestamente, no podría descifrarlo. Es como tratar de desenredar esas luces de Navidad que uno encuentra en la parte superior de un ropero después de casi un año. A uno le gana la desazón con solo mirar hacia atrás; la boca queda seca y el paladar se siente invadido por un sabor a cenizas.

Perdón, no hice más que notar que me fui del tema y volví a hacerlo. Prometo que haré mi mejor intento para ir al punto. No quiero retenerlos.

Todo conduce a la fatal revelación de que estamos inmersos en un enorme fraude. Una gran obra de teatro, donde a veces somos los no muertos que abandonan y otras, somos los no vivos que intentan seguir adelante.  El manual no existe. Al final del camino hay un gran sálvese quien pueda, del modo que sea. En medio de un estadio y otro, vivimos en la ilusión de un aprendizaje trunco. Sentimos tan cerca la revelación de la vida, que la perseguimos, podemos olfatearla, saborearla, incluso casi podemos asegurar que la tocamos. Pero del otro lado del ovillo hay un titiritero maligno, que se divierte sacudiendo nuestros cimientos una y otra vez.

Quizás lo mejor sea aceptar que no hay gurú que nos saque de esta telaraña, que Dostoievsky se confundió al creer que el amor con amor debe pagarse, y que tarde o temprano, hasta el no muerto más pintado acaba por sentirse un no vivo derrotado.

sábado, 11 de julio de 2020

El pelotudo


Florencia sintió que una fuerza interior la dominaba y necesitó imperiosamente que Augusto preste atención, no solo a las palabras que tenía atragantadas, sino también a sus gestos y miradas. Es por eso que estacionó su auto repentinamente. Se ubicó en una sola maniobra entre dos vehículos, en un gesto técnico envidiable que nunca antes se le vio. Era como si el espíritu de Fangio la hubiese poseído. Un Fangio muy enojado.
Ella miró fijamente a Augusto, tomó el dedo pulgar de su mano derecha con tres dedos de su mano izquierda, lo sacudió violentamente y sin pestañear, empezó a cantarle unas cuantas verdades a su amado (no tan amado en ese momento)
-Hace tres meses te dije que iba a reservar el sofá. Me dijiste que me quede tranquila, que te ocupabas vos. Bien, te cuento que no me quedé tranquila, porque te conozco, pero así y todo me dije, Florencia, no podés con todo y no podés estar supervisando todo. Dejá que Augusto se ocupe, es una sola cosa, nada más. Pero qué pasa, pasa que yo tenía razón, no reservaste nada, ahora el sofá está vendido y hay que esperar seis meses para que llegue un modelo igual. ¡Seis meses Augusto! ¡En un mes tenemos que casarnos! –esto último lo dijo adelantando su torso hacia Augusto y los ojos de Florencia parecían querer salir de sus órbitas.
Augusto tragó saliva. A Florencia empezó a palpitarle el ojo derecho. Soltó su pulgar, solo para sacudir su dedo índice con tanta o más violencia que al dedo precedente.
-No conforme con eso, cuando todo el mundo nos decía, chicos, compren dólares, chicos, este país se va a la mierda, chicos, protejan sus ahorros, no, ¿qué hizo el señor? Vendió la mitad de sus dólares. ¿Y cómo quedamos? Con el culo para el norte y ahora la estamos remando en dulce de leche para recuperar todo lo que perdiste.
Augusto transpiraba un sudor frío. Sentía que estaba frente a un tribunal impiadoso y que su destino irremediable era el cadalso. Florencia liberó a su dedo índice para tomar con igual virulencia a su dedo mayor.
-Esas dos cosas ya son suficientes pero no, hay más, porque siempre, siempre, sos capaz de dar más de vos, mi amor. ¿Te acordás de cuando fuimos a cenar con Carla y Martín, hace exactamente setenta y tres días? ¡Cómo será que me quedó grabada la fecha, mirá! ¿Te acordás que te dije, antes de que nos encontremos con ellos que no les preguntés para cuándo el bebé? ¿Y qué fue lo primero que les preguntaste?
Augusto estaba sobrepasado por la precisión de cirujano para ubicar en el tiempo y en el espacio a los hechos del pasado por parte de Florencia, hechos que él ya había archivado en algún rincón de su memoria, similar a un agujero negro de los recuerdos. Pudo sentir cómo se resquebrajaban sus labios de secos que estaban cuando Florencia pasó del dedo mayor al anular. Los ojos de Florencia estaban ya, inyectados en sangre.
-Te juro que quisiera detenerme Augusto, pero no puedo, si paro, exploto y creeme que no me conocés estallando aún. ¿Vos te olvidaste ya de cuando invité a cenar a mi hermana y te dije que ella era alérgica a las nueces, que tengas cuidado al cocinar y que a vos te entró por una oreja y te salió por la otra? ¿Y que terminó internada todo un fin de semana largo, el fin de semana largo que iba a darse una escapada con su chongo y quedó con los pasajes pagados?
En ese momento Augusto se sentía pequeño. Tan pequeño como el dedo pequeño que ahora Florencia movía de un lado al otro.
-Y lo que nunca voy a olvidarme es de cuando conociste a mi papá. Te dijo que era hincha de Boca y lo primero que hiciste es empezar a cantarle “cómo te duele la cola desde el nueve de diciembre” como si fueras un borracho del tablón, Augusto, ¿en qué cabeza cabe?
Augusto se sentía al borde de un colapso y solo necesitaba un remate para terminar de desfallecer.
-Augusto, sos un pelotudo.
Efectivamente Augusto se sentía en ese instante el rey de los pelotudos. Un título nobiliario para nada deseado que parecía perseguirlo desde que tenía uso de razón.
- ¡Qué cara de pelotudo! – escuchó que le dijeron en varias ocasiones a lo largo de su vida.
En más de una oportunidad se quedó viéndose a si mismo en algún espejo, chequeando cuáles eran concretamente los rasgos de un pelotudo y no llegaba nunca a determinar con precisión los motivos por los cuales ese estigma lo perseguía vaya donde vaya y esté con quien esté.
-Perdón –con un hilo de voz, es todo lo que le salió.
Florencia lo miró con una mezcla de pena y resignación. Pestañeó por primera vez desde que había estacionado. Luego cerró sus ojos y empezó a deshojarse llorando, derramando lágrimas como solo puede hacerlo quien se sabe condenada a estar profundamente enamorada de un pelotudo.

Fue él


A Claudia siempre le agradaron sus cabellos, ya sea que estén largos o cortos. Su pelo suave, fino, con leves ondas, cada vez que caminaba hacía sentir a quienes la miraban como si estuviesen dentro de una publicidad de shampoo. El movimiento de sus caderas ayudaba y mucho a lograr esa percepción.
Cada vez que iba a la peluquería, la misma de toda su vida, tenía mucha seguridad sobre qué es lo que quería. Todo le quedaba bien. Su rostro fino, su mirada intensa, complementaban un bello cuadro para cualquiera que se la cruce.
Podría decirse sin lugar a dudas, que las únicas decisiones acertadas que Claudia Telerman tomó en su vida, fueron las relacionadas con sus cabellos.
Ella siempre tuvo un sexto sentido que le advertía sobre lo equivocado de sus decisiones, pero sistemáticamente ignoraba esa señales internas con la falsa esperanza de simplemente demostrarle a su yo interior que no podía tener la razón toda la vida.
Esa alarma personal le suplicó no quedarse a trabajar después de hora, pero era imposible detener el ímpetu de Claudia por demostrar que era una empleada ejemplar, la más domesticada entre todos los del edificio de Amberes y Compañía, la gigantesca firma de arquitectura, dentro de la cual ella aspiraba a ser la próxima gerente de proyectos industriales.
Es por eso que pensó que sería bueno para sus pretensiones quedarse un par de horas hasta terminar la exposición que debía realizar una semana después.
Una semana de anticipación. Ese era el sello personal de Claudia Telerman. La planificación extrema, hasta el más mínimo detalle.
A esta altura de la noche, la luz de su cubo era la única señal de vida en el séptimo piso. Cuando finalmente quedó satisfecha con el producto final, sonrió, apagó su computadora no sin antes enviarse a si misma el archivo para repasarlo en su departamento.
Le escribió un mensaje a Mauricio, su novio desde hace seis años, para que pase a buscarla por la esquina de Arrecifes y Cambaceres, ya que de ese modo evitaba dar tanta vuelta con el auto y el viaje de regreso a casa sería más directo. No podía ser menos considerada con Mauricio. Él siempre es tan atento, tan caballero, tan recto.
Se puso de pie, se acomodó la falda y su chaqueta. Apagó la luz y alumbrándose con su celular caminó hasta el pasillo del ascensor. Solo el eco de su taconeo ambientaba el piso. Bajó sin compañía hasta la PB, donde la despidió Ramón, ese portero que parecía formar parte del edificio por la antigüedad en su puesto.
-              Otra vez quedándose hasta tarde señorita Claudia, qué costumbre la suya. Encima con este frío que hace y lo temprano que oscurece.
Claudia le devolvió una sonrisa de película.
-              Gracias Ramoncito querido por preocuparte, pero ya viene Mauricio y me busca una cuadra y media más alla´, por Arrecifes y Cambaceres.
-              Camine ligero señorita Claudia, a esta hora no hay nadie en las calles.
-              Si no hay nadie, entonces no hay de qué preocuparse, ¿no te parece?
Claudia le envió un beso a la distancia y ni bien cruzó la puerta del edificio sintió como si el viento frío clavese agujas en sus huesos.
-              Debí haber cargado otra campera.
Pero ocurre que esa campera más abrigada no combinaba con la pollera que quería usar ese día.
-              Solo a mi se me ocurre usar pollera un día tan frío.
Claudia cerró las solapas de la chaqueta y masculló renegando por sus pésimas decisiones.
Las luces de la calle Arrecifes estaban apagadas desde hace una semana por un desperfecto lumínico en la zona que aún no era reparado por el municipio. Ella personalmente había hecho el reclamo pero la burocracia tiene siempre demasiados peros.
Sin embargo, ella no se inquietó por la oscuridad ni por la aparente soledad en la que caminaba. Estaba inmersa en sus pensamientos, ya diseñando mentalmente cambios al archivo que se había enviado a si misma minutos antes.
Se detuvo en la esquina de Arrecifes y Las Piedras para leer un mensaje de Mauricio en el que le avisaba que iba a llegar quince minutos más tarde. Nuevamente Claudia se maldijo por no avisarle a su novio con anticipación. No obstante no quiso preocuparlo y le respondió que no se apure, que todo estaba más que bien.
Apretó un poco más su chaqueta, se abrazó a si misma y se dispuso a cruzar la calle para transitar la última cuadra hasta el punto de encuentro con su novio, tratando de no pensar en el frío.
En ese instante levantó la vista y lo vio parado en la esquina del frente. Un muchacho alto, fornido y con un gorro negro. Fumaba. El humo del cigarrillo era casi un fantasma en esa noche oscura. Es todo lo que Claudia vio ya que si bien sintió temor, le pareció incómodo hacer contacto visual con alguien que notoriamente la observaba fijamente. Ella trató de disimular su desconfianza, intentando por todos los medios no transmitir temor en su forma de caminar. Prácticamente contenía la respiración. Cuando terminó de cruzar la calle y pasó cerca de ese muchacho alto, fornido y de gorro negro, él le habló:
-              ¿Tenés hora?
Claudia dudó un segundo, pero sacó su celular y siempre evitando la mirada le respondió.
-              20:15
Ella guardó rápidamente el celular en un bolsillo de su chaqueta, tosió una vez por el malestar que le generó el olor a tabaco barato e instintivamente apretó el paso mientras por el rabillo pudo ver que ese muchacho ya no estaba en la misma esquina, sino que caminaba lentamente en la misma dirección que ella.
Dudó. Se preguntó si era conveniente correr pero pensó que no iba a llegar tan lejos con esos tacos que portaba, que le quedaban pintados pero eran poco prácticos para una fuga. Una vez más se encontró recriminándose por sus decisiones de vestuario. Se inclinó por caminar rápido y esto funcionó ya que perdió de vista a ese muchacho alto, fornido y de gorro negro.
Pasó al lado de una obra abandonada, esa obra por cuya vereda caminó tantas veces y que jamás le inspiró temor. Pero esa noche, ese predio despojado de humanidad llenó sus entrañas de terror.
Finalmente llegó a la esquina de Arrecifes y Cambaceres, que estaba a tono con esa noche otoñal, con escaso tránsito, y con ese vientito cuyos embates parecían puñaladas. Sintió la necesidad de mirar hacia atrás. Había caminado, prácticamente corrido, los últimos cincuenta metros y quería saber a qué distancia estaba ese muchacho que tanto le inquietaba. Estuvo a punto de girar su cabeza pero justo sonó un mensaje en su celular. Alcanzó a tomarlo con su mano derecha y en ese instante sintió el primer golpe en su parietal derecho, que la derrumbó por completo por la brutalidad del impacto. Claudia sintió como si un cristal estallase en decenas de fragmentos. Ese era el sonido de los huesos de su cráneo fracturándose. Fue el golpe que solo un perfecto hijo de puta podía propinar. Pero fue solo el primero.
Ese muchacho alto, fornido y de gorro negro se sentó encima de ella, la sujetó por sus orejas y estampó su cabeza tres veces en la vereda, para luego asestarle tantas trompadas como consideró necesarias para que su presa estuviese totalmente indefensa.
Claudia no tenía ni un hilo de voz para pedir ayuda. El chacal se incorporó, la tomó de sus cabellos, esos cabellos suaves, finos, con leves ondas y la arrastró hasta la obra abandonada. Dentro de ella la violó cuantas veces quiso. Cuando sintió que su fechoría estaba completa, la empujó a patadas un par de metros y se fue, esperando a que el frío termine su trabajo.
Claudia resistió y fue hallada unas cuatro horas después, desnuda, ensangrentada y con hipotermia. Le costaba mucho respirar. Tenía múltiples fracturas en su cráneo, su tabique destrozado, sus pómulos destruidos, un tímpano herido, sus ojos comprometidos, cuatro costillas fisuradas y sus partes íntimas muy lastimadas.
Mauricio acompaño la lenta recuperación física de su novia. Ella pudo salvar su vista pero perdió la audición de un oído. Sin embargo esa pérdida fue la menos penosa de todas. Cuando les dijeron que Claudia no iba a poder quedar embarazada, sintieron que ese mucho alto, fornido y de gorro negro, les había arrebatado demasiado.
En cuanto al perpetrador, la noche se lo devoró y nada se supo de él. Estaba ahí afuera, libre, impune, listo para atacar de nuevo, si es que ya no lo había hecho.
La recuperación física de Claudia demandó cuatro meses de internación, pero recuperar su mente y su espíritu, si es que acaso no son la misma cosa, le iba a llevar más tiempo.
Casi no hay rastros de la antigua Claudia Telerman. No hay vida en sus ojos, no hay fuego en sus palabras. Sus manos, que antes buscaban ansiosas las manos de Mauricio, ya no lo hacían. Todo el daño recibido y la impunidad de su atacante lograron extinguir los gestos de su personalidad. Escuchar que diga una palabra era todo un evento.
Los médicos le decían que debía tener paciencia, pero la paciencia no es la socia ideal para el odio.
No tenía ganas de recibir visitas, ni de familiares ni de amigos. Qué iba a decirles. Y tampoco tenía ganas de que se compadezcan de ella, de lo que le hicieron y de lo que le quitaron.
Mauricio la lleva tres veces por semana a rehabilitación y a una visita semanal al psiquiatra. Los avances, si es que los hay, son muy lentos. Aún le cuesta mucho caminar. Llora. Estalla de indignación. Algunos días duerme demasiado. Y otros prácticamente no pega un ojo.
Ella está vacía por dentro.
Él lleva dentro suyo de a ratos impotencia y de a ratos un odio mayúsculo.
Era un martes por la tarde. Les tocaba rehabilitación y luego visita al psiquiatra. Todo se cumplió de manera puntual. Mauricio la ayudó a subir al auto.
Arrancó el vehículo bajo una llovizna persistente. Estaba oscuro y bajó la temperatura, como si se tratase de una broma de mal gusto del destino. Mauricio intentó conversar sobre nimiedades que distraigan a Claudia pero la llovizna, el frío y el escaso tránsito la inquieta.
Se detienen en un semáforo antes de doblar hacia la derecha mientras al lado de ellos se detiene un muchacho en moto. Un muchacho alto, fornido y de gorro negro.
Claudia prácticamente no respira. Tan solo atina a tomar la mano de Mauricio y la aprieta fuerte. Su voz brota como una cascada que estuvo contenida.
-       Fue él.
-       ¿Cómo decís?
-       ¡Fue él!
-       ¿Quién?
-       ¡El de la moto de al lado, fue él!
-       ¿Estás segura Claudia?
-       ¡Fue él, te digo que fue él!
La moto arrancó y giró en el mismo sentido que el auto de Claudia y Mauricio. Él apagó las luces del auto y lo siguió por cinco cuadras. Cinco cuadras. Las suficientes para que el conductor de la moto se detuviese a orinar frente a, como si fuese un guiño de la venganza, una obra abandonada. Detuvieron el auto.
-       Quedate callada, ya vuelvo.
Mauricio bajó tratando de ser lo más silencioso posible y se deslizó agachado, en sumo silencio pegado al muro de la obra, ansioso por satisfacer sus deseos de venganza. De repente, lo tuvo a tan solo un metro delante suyo. Finalmente, lo tenía en sus manos. Tantas veces había soñado con ese instante. Tantas veces había hecho justicia por mano propia en su mente de tantos modos diferentes y acá lo tenía, al alcance de su mano mientras su corazón latía velozmente. Mauricio levantó un pedazo de escombro y antes de que ese muchacho alto, fornido y de gorro negro advierta su presencia, ya había lanzado el primer golpe, lo suficientemente potente para derrumbarlo. Una vez en el piso, Mauricio siguió descargando su furia,, lo insultó a viva voz mientras lloraba sin importarle que la sangre ajena salpique su vestimenta. Solo cuando vio destrozada la cabeza de ese muchacho se detuvo. Se arrodilló, Sintió como si estuviese por desvanecerse. Le dieron náuseas al advertir que había arrebatado una vida con sus propias manos. Vio los sesos desparramados por el piso, vomitó y cuando pudo incorporarse, salió tropezándose de la obra abandonada, dejando atrás la venganza consumada.
Regresó al auto en shock, se sentó y Claudia le sonrió. Por primera vez después de lo ocurrido, Mauricio veía algo de brillo en la mirada de su amada. Sintió que ahora, a pesar de tanto daño, todo debía mejorar. Quizás lo que acababa de hacer, dominado por sus impulsos, tan terrible hecho, sí valía la pena.
Mauricio arrancó el vehículo buscando el camino para volver a su departamento. Necesitaba limpiarse y no solo de la sangre ajena.
Un semáforo los obligó a detenerse unas cuadras más adelante.
En ese momento, un muchacho solitario que estaba sentado en la platabanda se puso de pie y avanzó hacia los vehículos pidiendo limosna.
El muchacho se acercó al auto de Claudia y Mauricio. Era sin lugar a dudas, un muchacho alto, fornido y de gorro negro. Al verlo, Claudia se congeló, tomó con fuerza la mano de Mauricio y solo atinó a decir:
-       Fue él.

El viajero


-Usted conoció a tres mujeres en su vida. Y las tres son la misma persona. Una de ellas fue su novia. La siguiente, cuando su novia se transformó en su esposa. Y finalmente, la tercera, es su ex esposa.
Admito que me asusté al verlo. El hombrecito, un anciano, estaba sentado sobre el inodoro de mi baño. Eran las 6:00 am del jueves 1 de Julio de 2021. Yo iba como todos los días hábiles, a lavarme la cara y hacer mis necesidades para luego ir a trabajar, pero ahí estaba él, hablándome mientras limpiaba sus gafas en su saco. Su aparición me sobresaltó, más a esa hora, ¿Quién espera hallar a un desconocido en el interior de su casa, hablándole a uno con total parsimonia como si fuese algo normal? Yo no iba armado al baño. Tampoco tenía armas en mi departamento. Tan solo llevaba mi celular para entretenerme mientras estaba sentado haciendo … bueno, lo que hacen todos ustedes cuando van al baño. Y no iba a arrojarle mi celular a un anciano, ¿qué podía hacerme una persona de avanzada edad? Además, mi celular era nuevo, no tenía ganas de comprar otro.
-         No se inquiete Carlos, tengo tan solo diez minutos para hablar con usted. Luego, debo retornar a mi tiempo.
-         ¿Cómo sabe mi nombre? ¿De qué tiempo me habla? ¿Quién es usted? ¿Cómo entró a mi departamento?
El anciano se incorporó con dificultad. Me dio pena y casi que le ayudo a pararse.
-         Carlos, usted y yo somos la misma persona. Yo soy su versión de 85 años.
-         Imposible. Usted evidentemente necesita ayuda y yo no soy la persona indicada. Acompáñeme por favor, vamos a buscar al portero y él seguramente sabrá a quién llamar. Alguien debe estar muy preocupado por usted, lo deben estar buscando.
-         Carlos, este es mi tercer y último intento para hacer bien las cosas. Cada interrupción suya, me quita tiempo para explicarle a qué vine.
-         Señor, no quiero usar la fuerza para sacarlo de mi departamento, pero si no me deja opción, tendré que hacerlo.
-         Lo sé, Carlos, la primera vez que vine, hace cuarenta años, usted me echó a empujones y tuve que explicarle todo desde detrás de la puerta. Para entonces mi versión del futuro tenía 55 años. Claro, lo asusté y usted con razón me corrió.
-         Le aseguro que no quiero hacerle daño, solo necesito que se retire de mi departamento.
-         Inevitablemente dentro de poco menos de nueve minutos me habré ido frente a sus ojos. Le pido por favor que me escuche en lo que resta de tiempo. Ocho minutos y medio pueden ser la mejor inversión de nuestra vida.
-         Mire señor, una vez que se acabe ese tiempo, usted deberá retirarse sin más excusas, ¿de acuerdo?
-         Así será Carlos, lo quiera yo o no, así será. No lo tuteo porque cuando uno se hace grande deja de tratar de vos a las personas. No sé si ocurrirá con todos, pero al menos con nosotros eso pasará. Pero no quiero irme por las ramas. Como le dije, yo soy usted a los 85 años de edad. Hoy es el jueves 1 de Julio de 2021 y son las 6:02 a.m. A las 7:15 a.m. del día de hoy usted enfrentará una situación que lo llevará a tomar una determinación que perjudicará nuestra vida. No puedo decirle de qué se trata concretamente debido a que hay reglas para los viajes en el tiempo. Primero le informo que no cualquiera accede al beneficio de viajar hacia atrás para intentar corregir el curso de su vida. Hay que tener ciertos contactos y me costó mucho lograrlos. Segundo, no se pueden hacer todos los viajes que uno desee. Se tienen tres oportunidades. Esta es la tercera y última. Las dos anteriores no sirvieron para nada. Indefectiblemente usted volvía a hacer lo que hice yo, como si el tiempo fuese un monstruo invencible. Luego, entre cada intento deben pasar al menos quince años. La primera vez fue la que le conté hace un instante, a nuestros 55 años. La segunda fue a los 70 años y todo terminó peor que la primera vez, con usted accidentado por el susto de verme. Se cayó y se golpeó la frente con el lavamanos y se abrió la piel. Corrió mucho sangre. ¿Ve esta marca sobre mi ceja derecha? Bueno, es un regalo de nuestro segundo encuentro. Finalmente a nuestros 85 años llegó el tercer y último intento. Tampoco está permitido aparecer durante el transcurso del evento en sí, solo se puede hacerlo unos minutos antes. Como le dije antes, no puedo decirle exactamente de qué se trata ese evento que cambiará nuestras vidas para mal y para siempre. Es una regla que no puedo ni debo romper aunque me muera de ganas de gritarle que haga o no haga eso. Y aún si se lo dijera, temo que todo le sabría a cenizas y no quiero eso. Me queda poco tiempo, Carlos. Le dije que usted conoció a tres mujeres en su vida. Piense en eso, no lo pase por alto. Pero le aclaro que ella también conoció a tres hombres en su vida y son todos la misma persona, nosotros. Ahora a usted le queda poco tiempo hasta la llegada de ese hecho que definirá, ahora sí, de una vez por todas, de manera irremediable nuestro destino. Somos tiempo que se marcha. El presente es un fantasma que cuando intentamos verlo, ya se fue, nadie puede capturarlo. Quisiera darle un abrazo, pero no está permitido el contacto físico en los viajes por el tiempo. Lamento no poder hacerlo. Y lamento todo lo que ocurrió, todo fue mi culpa, nuestra culpa. De haber hecho lo correcto, yo no tendría la necesidad de estar rogándome a mi mismo que reconsidere algo que no sabe qué es. Cuando yo no esté, exactamente a las 7:15 a.m., por esa puerta de entrada ingresará una persona y a partir de entonces todo se desarrollará como siempre. O como nunca. Ya no está en mis manos. Le deseo la mayor de las suertes. La vamos a necesitar.
El anciano terminó de decir eso y se esfumó frente a mis ojos y dejó en el ambiente un perfume rancio y un ambiente enrarecido. Mi cerebro estaba a punto de estallar. Todo lo que acababa de ocurrir era impensado. Y no sabía muy bien cómo procesar tanta información. ¿De verdad esto estaba ocurriendo? ¿No habrá sido todo una pesadilla producto de comer pesado tan tarde o por esas flores que fumé? ¿Cómo ese anciano puedo ser yo? ¿Así me veré a los 85 años, tan arruinado? ¿O será que llegaré de ese modo por lo que debo o no debo hacer a las 7:15 a.m.? ¿Y qué será eso, de qué se trata todo esto y quién llegará a esa hora a mi departamento? ¿A hacerme o decirme qué? ¿Y qué carajo debo hacer o decir?
Hice el mayor esfuerzo para repasar cada palabra pronunciada por el supuesto viajero del tiempo pero no lograba reunir una frase coherente. Las imágenes estaban frescas. Recién ahora pude notar los agujeros producidos por polillas en el saco que portaba el anciano. Su calzado no era mejor. Habían sido negros y brillosos alguna vez sin duda, pero ahora estaban grises de tan gastados. ¿Quizás eso era la mejor parábola de mi destino?
Me senté en el borde de la cama. Me sentía mareado, casi borracho. Mi mente estaba agitada. Me tiré hacia atrás y todo daba vueltas a mi alrededor. Fui a los tumbos al baño rogando no encontrar a nadie más y me abracé al inodoro y vomité la cena. Cuando pude reincorporarme, me di una ducha, me vestí y me senté nuevamente al borde de la cama. Eran las 7:00 a.m.
Intenté distraerme leyendo las noticias, pero nada podía arrebatarme la atención. Todo el foco estaba puesto en ese bendito horario que determinaría mi suerte para el resto de mi vida. ¿Por qué demonios le creo a ese anciano? ¿No será todo un truco? Pero, ¿y si no lo fuera? ¿Y si de verdad estoy condenado irremediablemente? ¿Y si lo que haga o no haga ahora, evita que me convierta en ese despojo de humanidad? Quiero envejecer, pero en mejores condiciones. Son las 7:05 a.m. Parece que pasaron tres horas, pero es como si las agujas del reloj se burlasen de mi. Empecé a reconstruir las palabras del anciano. Las repasé y sopesé una por una. ¿Qué tendrá que ver mi ex mujer en todo esto? Es cierto que nuestra relación terminó mal, que ella es ahora una bruja. Digamos que de repente, cuando nos casamos, sentí que se quitó una máscara y salió un dragón escupiendo fuego. De dragón a bruja no hay mucha distancia quizás. Y qué mierda es eso de querer aleccionarme, diciéndome que yo también cambié, si yo siempre fui el mismo, cómo puede decirme eso. Son las 7:10 a.m. El aire se siente pesado. Me cuesta respirar. Cierro los ojos y todo es insoportable. Hay demasiado ruido dentro mio. Los abro. Son las 7:13 a.m. ¿Y si esa persona que llegará a mi puerta viene a lastimarme? Debería protegerme por las dudas, pero como les dije antes, no tengo armas. Pero sí tengo un buen cuchillo en la cocina, quizás lo único que compré a gusto en ese bazar al que siempre iba contra mi voluntad con mi ex esposa. Me levanté a los tropezones y fui corriendo, abrí el primer cajón de la bajo mesada y volví a sentarme al borde de la cama con el cuchillo escondido debajo del pijama. Son las 7:14 a.m. Las cartas están echadas. Miro al reloj de pared como si estuviésemos hipnotizándonos mutuamente, en un vano intento por controlar al tiempo mientras el tiempo se burlaba de mi. Son las 7:15 a.m. Golpean a la puerta. No siento las piernas. Mi corazón late velozmente, camino como si flotase.  De repente, estoy frente a la mirilla. Del otro lado está Pedro, el portero del edificio. Mi mano derecha está sobre el picaporte, pero no me decido a abrir. Pedro toca el timbre. Finalmente, abro:
-         Buen día, Don Carlos, lamento molestarlo a esta hora pero vino la señora y estuvo dele y dele con que era importante que usted la reciba y como usted ya sabe que el portero eléctrico no funciona, pues acá estoy. Sepa usted disculparme lo inoportuno que pueda ser
Pedro hablaba sin pausas, como si no necesitase respirar. Mientras me decía eso miraba hacia dentro de mi departamento, temeroso de que justo me encuentre con alguna dama. Detrás de él estaba Luciana, mi ex esposa, quien me miraba fijamente y yo apenas pude sostener su mirada. Estaba impecable, con un traje que no había visto antes y le quedaba perfecto. Se puso los tacos más altos que tenía. Seguramente quería mirarme desde arriba, qué mina altanera.
-         No hay problema Pedrito, ella es bienvenida –le dije cargado de ironía.
-         La hipocresía no es necesaria Carlos –dijo ella mientras entraba a mi departamento con un gesto desagradable, tan propio de ella.
Despedí a Pedro y cerré la puerta. Eran las 7:18 a.m. Lo que debía suceder, estaba ocurriendo y todo estaba en mis manos.
-         Qué olor a perfume barato, Carlos, qué carajo estás usando. Mirate esa pinta, ¿no tenés que ir a trabajar dentro de un rato? Esperaba encontrarte más presentable. De todos modos lo que vine a decirte es breve, pero necesito que nos sentemos. Asi que vení, vamos a la mesa por favor.
Luciana siempre pedía por favor, pero todo era una orden. De todos modos, no quería discutir, al menos no ya, asi que la seguí hasta la mesa y me senté frente a ella. Luciana no dejaba de mirarme a los ojos. Había un fuego diferente en su mirada.
-         Lo sé todo Carlos. Lo sé absolutamente todo. Y lo sé desde hace mucho tiempo.
-         No entiendo a qué te referís, Luciana, y como dijiste, en un rato tengo que salir a trabajar y no me cambié aún.
-         Sé que me cagaste con mi hermana. Que se burlaban de mi en mis narices. Sé cuándo empezó y cómo, no vengo a preguntarte nada ni a pedirte explicaciones. Quizás ahora entiendas varios porqués. Acá tenés el porqué te quité todo, hasta la última propiedad, te vacié hasta la última cuenta bancaria, pero ahora Carlitos, vas a ver lo que es bueno. Ahora vas a tener que rogar ver a tus hijos. Porque no estoy conforme con lo que te arranqué, quiero verte arruinado, quiero que des lástima, quiero ver cómo te hundís en la mierda.
-         Luciana, no sé quién te anduvo con cuentos, pero te estás extralimitando. Los chicos no tienen porqué quedar en medio de esto. Las cosas de grandes son cosas de grandes.
-         Yo te quedé grande hijo de puta, yo te quedé grande –lo dijo mientras le dio un puñetazo a la mesa que casi derriba el florero que hacía las veces de centro de mesa. Nunca supiste qué hacer con tanta mujer, por eso fuiste a ocuparte de la zorra de mi hermana. Esa puta también tendrá su merecido, ya le llegará su turno. Pero ahora vengo a decirte esto, mirándote a los ojos, basura, a tus hijos, no los vas a ver más en tu puta vida, perro –descargó su odio en mi y sus ojos estaban a punto de romper en llanto.
En ese instante, el cuchillo parecía gritar mi nombre. ¡Cómo se va a meter con mis hijos! Bueno, quizás sí estuve con su hermana, pero ella me buscó y Luciana había cambiado, no me prestaba la suficiente atención y yo necesitaba comprensión, contención. Y Carina supo estar para mi. Yo no busqué esto, una cosa fue llevando a la otra y acá estamos. Quizás me merezca un castigo, pero los problemas de pareja son de a dos, ¿verdad? Si yo llegué a eso fue por algo. Si Luciana no hubiese estado tan distante conmigo, quizás yo no hubiese cedido a la buscona de Carina.
Par de perras al final. Las dos son iguales. Ambas me arruinaron la vida y encima ahora Luciana pretendía quitarme a mis hijos. Está desquiciada. El corazón parece querer salirme por la boca. Quiero gritar. Quiero llorar. Quiero explotar. Quiero matarla. Definitivamente quiero matarla. Mi mano derecha busca al cuchillo que está atrapado en la parte posterior del pantalón del pijama y de repente, se siente casi como una extensión de mi humanidad, como si ese cuchillo encontrase finalmente su destino. Quizás ese cuchillo fue fabricado con ese fin, para librarme de este dragón bruja perra. Luciana sigue gritando. Hace rato que no la escucho. En mis oídos hay un silbido como el de una pava hirviendo que se apaga abruptamente cuando incrusto la primer puñalada en su cuello. Luciana no tuvo tiempo a nada. No sé cuántas veces la herí. Las suficientes para que deje de gritarme. Las necesarias para condenarme.
Soy Carlos Torres. Tengo 85 años. Fui condenado por homicidio producto de un estado de emoción violenta a 20 años de prisión. A los 15 años me concedieron la libertad por buena conducta. Mientras estuve preso, trabé amistad con el director del penal. Le caí en gracia. Siempre le caí bien a la gente. Prácticamente me adoptó. Dijo que entendía mis razones. Y él tenía sus amistades. Se apiadó de mi y me permitió a los  55 años hacer el primer intento de corregir todo. Ese intento no terminó bien. Logré, siempre bajo su tutela, acceder a una segunda oportunidad a los 70 que penosamente tampoco terminó bien. Finalmente, la tercera y última oportunidad me encuentra en el mismo lugar, en esta ratonera que me prestan para vivir. No sé nada de mis hijos desde hace 45 años. Nunca quisieron verme. Jamás respondieron una sola de las cartas que les envié.
Estoy sentado al borde de la cama. El aire está pesado. Una carga más pesada que la de mi conciencia oprime mi pecho. Cierro mis ojos. Cada vez me cuesta más respirar.

Manual para matar.

¿Cómo matar a un no muerto? Lo sé, parece una pregunta estúpida, y quizás lo sea. Jamás me agradaron los dueños de verdades y no pretendo tr...